Éramos doscientas sesenta y cinco en la cloaca, sé el número preciso porque yo me encargaba de la contabilidad. Ser la rata encargada de contar los nacimientos y decesos de una comunidad ratil no es nada fácil, sobre todo porque siempre hay una nueva camada o ratas despreocupadas que dejan el nido por varios días y una no puede estar segura si se cayeron en una trampa o solo están borrachas comiendo restos de pizza en el basurero del otro lado de la ciudad.
Como les decía, no es un trabajo fácil, pero lo he hecho desde pequeña, mis registros nunca fueron perfectos, no, nunca me igualaré a los detallados libros de contabilidad de mi maestra, Gargajo, esa rata era increíble, y espantosamente organizada para ser una rata. Pero ahí no estaba la clave de su capacidad para ser la maestra contable que era. No, en realidad su gran don era su amor por el chisme, nunca entenderé cómo era capaz de enterarse de absolutamente todo lo que estaba pasando en las cloacas y sobre la tierra.
Una vez supo antes que nadie sobre la excursión de Charly y su banda a la pulpería del barrio chino. A pesar de su secretismo, de su pormenorizado plan, de su perfecta incursión nocturna y de su silencioso y terrible descuartizamiento en las fauces del enorme dóberman, ella lo supo antes que nadie con la primera luz del día.
Yo hacía lo que podía, pero ya en tres ocasiones no contabilicé la suma correcta de la camada de turno de la matrona Ratuja, cuando se enteró se enojó muchísimo conmigo y para remediarlo le tocó devorar a las crías que no estaban en el registro oficial. Yo me disculpé públicamente. Bueno, son cosas que pasan, los problemas cotidianos de este oficio.
Hoy al amanecer me enteré de la desaparición de mi buena amiga Flema, siempre ha sido poco cuidadosa y no se molesta en esconderse de los humanos, dice que tiene una fascinación por ver las caras de terror cuando ella les enseña su amarilla mandíbula o su retorcida cola colmada de pelos gruesos y llenos de moho. Es una buena chica.
Por lo que me impactó mucho cuando me trajeron el informe de que no la habían visto por cinco días y contando. Tenía la esperanza de que en ese mismo momento estuviese riendo en la alacena de una ancianita después de morderle los tobillos.
Pero en mi interior sabía que una desaparición de tanto tiempo por lo general significaba la muerte del ejemplar en cuestión. Por lo que esa noche, después de tomar toda una taza de vodka mohoso, afilé mi uña para anotar su nombre en el registro de decesos. Su nombre se me hizo interminable mientras lo arañaba en la tabla, me retiré un poco, y ahí estaba ahora, Flema.
Ya no se reiría ruidosamente ni traería a la guarida nuevas y exóticas pulgas, una gran pérdida para la comunidad y un gran dolor por haber perdido a tan buena amiga.
A la mañana siguiente, quizás pasada la hora del desayuno, con algunos trozos de maíz duro aún entre las muelas recibí una sorprendente visita. ¡Era Flema! En una sola pieza y riéndose cómo si nada, maldita rata asquerosa.
De un salto me abalancé sobre ella y ferozmente empecé a destrozar su pellejo, ella trataba de sacarme de encima pero no lo permitiría, mi furia era inmensa y mis dientes al fin atravesaron una vena importante. Me separé de su destrozado cuerpo jadeando lentamente, manchada de cola a orejas con su sangre. Su nombre estaba en el registro, no podía hacer nada.
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